José Manuel Vaquero se jubila tras convertir La Nueva España en una antipática máquina recaudatoria

vaquero

Por Juan Vega

Cuando José Manuel Vaquero entró en La Nueva España como colaborador de aquel periódico de la Cadena de Medios de Comunicación Social del Estado, antigua Prensa del Movimiento, se las acabó arreglando para que la cúpula entonces encabezada por Luis Alberto Cepeda, periodista de raza y buena persona donde las hubiera, le dejase hacer unas columnillas de última página, en las que el joven periodista de Bueño se encargaba de conectar aquel diario que había sobrevivido al régimen de Francisco Franco, con la realidad que se escondía detrás de las transformaciones políticas de España y Asturias en tiempos de la Transición.

Vaquero, como buena parte de los periodistas de la época, colaboraba también en otras iniciativas, como el Asturias Semanal de Graciano García, donde entrevistó a buena parte de los personajes emergentes, y de paso hacía equilibrios de supervivencia, muy necesarios para el aprendizaje ante el futuro que se le venía encima. Ése salto que se produjo entre la España de Franco y la de Felipe González, con la Transición de Adolfo Suárez como gozne, se encarna en Vaquero como ágil atleta saltador, que encontró en La Nueva España su pértiga.

Difícil mundo aquel de La Nueva España que llegó a manos de Cepeda tras pasar por la dirección de Juan Ramón Pérez-Las Clotas, quien le entregó abruptamente -por un cese fulminante- el testigo de Francisco Arias de Velasco, fundador del periódico que tiró su primer número el 19 de diciembre de 1936, como combativo instrumento de propaganda falangista durante el cerco de Oviedo, instalado en la sede del paralizado Avance, diario del SOMA-UGT que se trasladó a Gijón.

Cepeda dentro de su discreción, contaba cosas interesantes y curiosas. Como por ejemplo que la Primera llegaba encriptada de Madrid a diario, y Luis Alberto, como buen equilibrista de un tiempo agitado y confuso, necesitaba una conexión con lo que venía. Como el de Bueño no despertaba envidias, pues ni era especialmente brillante ni hacía alardes de estilo, ya que nuca se le dio especialmente bien el arte de escribir, todo parecía ir razonablemente bien, dentro de la enorme tensión propia de las redacciones de la época.

Vaquero, que también ocupó la corresponsalía de El País -detalle no menor-, inauguraría después, con su paso a las funciones empresariales, la nueva generación de periodistas ágrafos que explican muchas cosas, con su escaso apego a la principal razón de ser de la profesión, que es, sin duda alguna, el arte de la pluma, que tan bien conservaron raras especies como Faustino F. Álvarez o Francisco Carantoña, uno en Oviedo y en Gijón el otro.

El después todopoderoso director primero y editor después de La Nueva España, escribía entonces, con su firma, una columnilla en el diario dirigido por Cepeda, en la que daba a conocer a la sociedad asturiana los personajes cuyo hálito se percibía tras del espejo del Régimen. Masones, comunistas, socialistas, exiliados de todo pelaje, aparecían en las columnas de quien establecía así los contactos con un mundo con el que los dinosaurios de La Nueva España falangista no podían exhibir relación oficial. La información sobre lo que venía, se daba en un pequeño rincón.

A finales de 1983 Felipe González, que llevaba escasamente un año como presidente del Gobierno, dio los últimos pasos en su decisión de privatizar los diarios de la Cadena de Medios de Comunicación del Estado, y en diciembre de aquel mismo año se anunciaron las primeras subasta de veintidós diarios del grupo, entre ellos La Nueva España, que se salió a la venta el 21 de febrero de 1984.

Vaquero, en una extraordinaria pirueta personal que requiere un estudio muy serio por su papel y el de su buen amigo y colaborador Pedro de Silva, con su Gobierno, en aquella subasta, se hizo con el control de uno de los periódicos del Grupo, que cayeron en manos de Javier Moll de Miguel, casado con Arantxa Sarasola, hermana de Enrique, gran amigo y colaborador del presidente González, detalle no menor si se tiene en cuenta que Moll pasó de la nada al todo, con uno de los mayores grupos de prensa de un país, en el que González también pasó de abogado laboralista de la pana rayada a entrar en el gremio de los plutócratas. «España y yo somos así».

En Asturias, lo que había sido el periódico del régimen de Franco, que se hizo en el inicio de la Guerra Civil con los talleres del Avance del SOMA-UGT, se convirtió en el diario de un extraño régimen de poder político-periodístico que podría llegar a definirse como vaqueril, pues el de Bueño se hizo un espacio a medida, en el que sería muy difícil distinguir el negocio de la política de la política del negocio. Asturias siempre fue diferente, y su régimen de poder a lo largo de estos años es un enredo difícilmente explicable para quien venga de fuera, pues entre los líderes del PSOE, el PP, La Nueva España, Cajastur y poco más, montaron un chiringuito de espectaculares dimensiones y endogámica discreción asegurada.

El periodismo empezó a brillar por su ausencia en el régimen vaqueril. Se eliminaron las columnas de opinión en páginas destacadas del periódico, reservando la segunda página para columnistas de agencia con excepciones muy controladas de plantilla. Se habilitó una sección de firmas en la que ya no queda casi nadie, y el periódico se convirtió poco a poco en una mortífera herramienta al servicio de los grandes chanchullos que destrozaron el Principado en tiempos de la burbuja y en una obsesiva y demoledora máquina de odiar, que dividió el mundo en buenos -los que me pagan- y malos -los que no me pagan- con una rotundidad maniquea digna de la más infantil de las tiranías bananeras.

Ahora, por fin, el consejo de administración de Editorial Prensa Ibérica (EPI) ha nombrado consejero delegado del grupo a uno de los hijos de Javier y Arantxa, Aitor Moll Sarasola, que de acuerdo con la lógica de los grupos familiares se encarama al puesto que venía ocupando Vaquero, que se va a quedar colgado de la brocha. La pesadilla en que Vaquero se ha convertido para una buena parte de Asturias, podría remitir, como un mal sueño, con la retirada de su principal responsable.

Pero el mal está hecho. Moll Sarasola, nuevo consejero delegado de Editorial Prensa Ibérica se encuentra con un periódico destrozado por el sectarismo, cuyas prácticas sicilianas dejan infinitos recelos en la sociedad asturiana, en el que algunos personajes, fieles seguidores del regimen vaqueril, como Alberto Menéndez, Eduardo Lagar o Álvaro Faes, acostumbrados a tomar la ametralladora a diario y disparar sobre quien les venía indicando el editor, les va a dejar un extraño mono sin rendir tributo a su sanguinaria inercia. La existencia de una directora como Ángeles Rivero al frente del diario, parece no haber servido para otra cosa que para fabricarle a su marido una pintoresca vitola de lector indomable de solapas. Tiene poca masa crítica entre la que escoger, Moll Sarasola, para devolverle a La Nueva España el esplendor perdido y limpiar la enorme capa de caspa que deja el régimen vaqueril.